Azua.- En el corazón de Los Toros, la felicidad no dependía del dinero ni de lo material. Era un regalo cotidiano, tejido en cada rincón, en cada gesto, en cada risa compartida. Crecimos en un tiempo en el que la abundancia no se medía en cosas, sino en momentos y en la libertad que nos regalaba la vida misma.
Recuerdo aquellos días en que el río era nuestro refugio y nuestro escape. No importaba la hora ni el motivo: cuando el calor apretaba o cuando simplemente queríamos sentirnos vivos, corríamos hacia el agua cristalina, dejándonos llevar por la corriente y por la alegría que solo el río sabía darnos. Nadie nos lo prohibía, nadie nos cuestionaba. Éramos dueños del tiempo y del agua.
Las frutas colgaban de los árboles como un regalo constante y generoso de la tierra. Mangos, sandías, pepinos… nunca hubo necesidad de pagar ni de robar. Eran parte de nuestro paisaje y de nuestro sustento. Bastaba con alargar la mano o trepar con agilidad para arrancar el fruto maduro que se ofrecía sin reservas. Cada bocado era un recordatorio de que la naturaleza siempre estaba de nuestro lado.
Volar chichigua era otra de nuestras aventuras cotidianas. Con destreza y entusiasmo, construíamos nuestras cometas con papel de colores y caña fina, retando al viento con el alma en la cuerda. No había peligro, ni siquiera cuando competíamos por ver cuál llegaba más alto. Nos cuidábamos mutuamente, porque la amistad era un lazo tan fuerte como la cuerda de la chichigua.
Las calles eran nuestras, de día y de noche. Andábamos sin miedo, con la certeza de que cada vecino era un guardián silencioso. Los adultos eran como padres extendidos, siempre atentos pero sin invadir nuestra libertad. El respeto era mutuo y sincero. No había fronteras entre familias porque, en realidad, todos éramos una sola.
Las fiestas llegaban sin obligaciones. No hacíamos cena navideña y no nos sentíamos menos por ello. Tampoco había regalos el día del amor, pero sabíamos que el cariño no se medía en objetos. La solidaridad se hacía presente en Semana Santa, cuando el vecino compartía su habichuela con dulce sin esperar nada a cambio, o cuando el café humeante aparecía en nuestras manos sin necesidad de pedirlo. Era un acto de amor simple, como todo lo que allí vivíamos.
Las reuniones en torno al fogón eran como rituales sagrados. Asábamos el maíz, las semillas de cajuil, el pan de fruta o el guapen, y en cada chispa que brotaba del fuego se encendía también la alegría. No necesitábamos más que el calor del fogón y el sonido de las risas para sentirnos completos. Y si llovía, el barro en el patio nos regalaba la masilla perfecta para nuestros juegos. La naturaleza nos daba todo, incluso cuando los bolsillos estaban vacíos.
Nadie pagaba facturas, porque las cuentas no formaban parte de nuestras preocupaciones. La vida fluía sin la presión de los recibos y los cobros. Éramos ricos en libertad, en experiencias y en la certeza de que la felicidad no tenía precio.
Hoy, cuando la nostalgia me envuelve, recuerdo a Los Toros como ese paraíso humilde donde aprendimos a vivir con lo esencial. Donde la pobreza no significaba carencia, sino abundancia de momentos genuinos. Y aunque el tiempo haya pasado, esos recuerdos siguen vivos, como un refugio al que siempre puedo volver cuando la vida moderna me agobia.
Los Toros fue y siempre será el rincón donde la alegría se encontraba en cada esquina y la riqueza se medía en sonrisas y abrazos sinceros.
Por: Delis De Los Reyes, abogado y locutor azuano.
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