La oposición ha logrado una unidad precaria y sin liderazgo evidente, a pesar de lo cual obtuvo un impactante control del Congreso, en el que recibe frecuentes golpes blandos a la Constitución desde el Tribunal Supremo de Justicia, súcubo del gobierno.
JOSÉ RICARDO TAVERAS BLANCO
Fue todo un paradigma para América Latina, la clase política venezolana había logrado una experiencia de alternabilidad que aún muchas naciones de la región no pensaban alcanzar. Todo iba bien hasta que el populismo y la corrupción, fue relajando la institucionalidad y el liderazgo de los partidos, terminando por contaminar el Estado y enfermando la sociedad con la generación de una crisis de confianza en el sistema y sus actores.
El fenómeno de la “conchupancia”, modo en que el pueblo llamó los túneles de comunión de intereses de los partidos contaminó todo, los venezolanos llegaron a percibir que su clase política había colapsado, que no había en quien confiar.
En ese contexto resultó reelecto Carlos Andrés Pérez, bajo la consigna resignada de “Carlos Andrés, tal como es”, bastando algunos ajustes económicos para que apareciera el invitado no deseado de las democracias: Una tentativa de golpe de Estado y un Mesías. Sin embargo, el sistema sobrevivió, maltrecho y herido de muerte, no sólo por el golpe y posterior destitución del presidente Pérez, sino también por una simple telenovela llamada “Por estas calles”, en la que se retrataba la situación política y social, llegando acaparar el 94% de una teleaudiencia, que perpleja, se acogió a la entereza del ex presidente Rafael Caldera en 1994, propuesto por un puñado de partiditos y fuerzas sociales aparecidas para la ocasión.
A pesar del peso moral de Caldera, sus años y salud, así como la incomprensión del momento por parte de las elites, no fue posible salvar la democracia venezolana de la improvisación. Después de una campaña reñida, Hugo Chávez, el Mesías surgido del cuartel, se impuso, logrando embriagar con su carisma y la billetera del Estado la mayor parte del pueblo y parte del continente.
Después de diez años, según Coindustria, el gobierno de Chávez había expropiado casi unas mil doscientas empresas, sin considerar las impulsadas por el presidente Maduro, que por televisión convocó al saqueo de una tienda de electrodomésticos bajo la orden de “que no quede nada en los anaqueles”. La desgracia venezolana está a la vista, una grave crisis de abastecimiento ha provocado incluso la creación de una aplicación informática para orientar consumidores sobre donde hay productos de primera necesidad.
Dicha política, lejos de impulsar una producción estatal vigorosa con los bienes expropiados, convirtieron sensibles medios de producción en cementerios, donde reposan los despojos mortales de la cultura productiva de la nación, por no hablar de otros daños, como el escape de sus capitales y recursos humanos valiosos.
La oposición por su parte ha logrado una unidad precaria y sin liderazgo evidente, a pesar de lo cual obtuvo un impactante control del Congreso, en el que recibe frecuentes golpes blandos a la constitución ejercidos desde el Tribunal Supremo de Justicia, súcubo del gobierno, convirtiéndolo en un poder inconducente, cuya única arma de presión es la toma de las calles. Cayeron en el error de aceptar, no el llamado a diálogo que era tácticamente irresistible, sino haber concurrido a él sin el pueblo en las calles y con un plazo breve e improrrogable que evitara la pérdida del impulso popular que había logrado arraigar en la población la convocatoria del referéndum revocatorio en el 2016, el cual se puede considerar hoy día una causa aparentemente perdida.
Arriba el 2017 con una Venezuela, cuyo retrato para el último trimestre del 2016 es el siguiente: 1) Oposición con una nivel de aceptación de un 57%. 2) El 57% de la población comprometida políticamente en una proporción de 38% a favor de la oposición y un 19% a favor del gobierno; segmentando que un 43% de ese universo lo hace desde posiciones radicales, en una proporción de radicalización de un 44,2% entre los seguidores de la oposición y un 18,2% entre los del gobierno. 3) Del 38% de los chavistas, un 20,5% dicen sentirse decepcionados. 4) El 93% de la población opina que las cosas van de regular hacia mal, mal o muy mal; y al segmentar esta valoración el 72% de los propios chavistas valoran la situación de forma negativa. 5) Un 52% considera la escasez como el problema personal más importante, expresando un 98% que ha sentido la crisis de abastecimiento. 6) Un 76% culpa el gobierno, a Maduro y a la ideología de la crisis, de los cuales un 57% culpa a Chávez de haberla provocado. 7) La popularidad de Maduro en un 18%, a lo que se añade que un 67% considera que la Asamblea Nacional debe destituirlo sustentándose en el alegato de su doble nacionalidad. 8) Un 63% que lo considera un dictador. Y, 9) Un 70% de la población considera un peligro para el futuro de su familia el sistema de gobierno de la revolución chavista. (Alfredo KELLER & Asociados).
El cuadro es delicado, sobre todo cuando los esfuerzos del legislativo por resolver la crisis en el marco legal resultan expeditamente frustrados judicialmente. Siendo así, sin diálogo, a la oposición le quedan dos caminos: esperar el vencimiento del mandato de Maduro o, destituirlo mediante algún mecanismo constitucional transparente, que ponga a corto o mediano plazo en manos del pueblo la solución de la crisis. Esta última salida pondría el pandero en manos de las fuerzas armadas, que dado el tranque congreso-ejecutivo-justicia, tendrán que interpretar a quien obedecer, lo que podría penosamente conducir a una muy probable guerra civil.
Venezuela está pues, atrapada, es conveniente ponerle caso, no sólo porque merece nuestra solidaridad, sino por el alto contenido de lección para el resto de la región, que no aprende y juega a la vocación de Pilatos con el tema.
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