El 12 de enero de 2010, de repente, y de un tajo, la vida se detuvo para más de 300 000 haitianos, que quedaron sepultados por un terremoto de magnitud 7,3, la peor tragedia natural vivida en el hemisferio americano
Son las 4 y 53 minutos de la tarde, del martes 12 de enero, del año 2010. A Puerto Príncipe, como siempre, la invade el ajetreo a esa hora en que los muchachos salen de la escuela, los comercios parecen estallar y a los tap tap*no les cabe un alma más.
Es una tarde más en esa ciudad bulliciosa, polvorienta, con tráfico caótico y pinturas naif en las aceras; con mujeres que parecen traer el mundo sobre sus cabezas; con banderas haitianas ocupando todo espacio posible; con casas de zinc en los suburbios y palacetes en las colinas; con juegos de fútbol e imágenes de Messi en cualquier esquina; con grafitis acusadores y movimientos de cadera al ritmo del kompa, esa música que contagia y enajena.
Era una tarde más, hasta casi las cinco. De repente, y de un tajo, la vida se detuvo para más de 300 000 personas, que quedaron sepultadas por un terremoto de magnitud 7,3, calificado como la peor tragedia natural vivida en el hemisferio americano. El epicentro del sismo se ubicó a solo 15 kilómetros de una ciudad con más de un millón de habitantes y una pobreza apabullante.
Los datos sísmicos, entonces, sugirieron que el terremoto ocurrió sobre la falla de Enriquillo, que estuvo bajo presión por 240 años y terminó liberando aquel aciago martes una energía equivalente a 400 000 toneladas de TNT, más que suficientes para hacer desaparecer las casas de adobe y barro donde, se presupone, habitaba el 80 % de la población de Puerto Príncipe.
En un santiamén la urbe se volvió infierno. Por miles se amontonaron los cadáveres en las calles, el llanto era interminable y se juntaba uno con otro en un coro dantesco. Parecía que una fuerza sobrenatural había aplastado todo lo que tardó años en construirse o mal construirse. La gente corría desesperada, sin saber a dónde ir, con nada o casi nada de equipaje. A los niños se les salía el desasosiego por los ojos y a los padres les dolía el alma por no saber siquiera qué decir. Mientras pasaban los días, aquella capital que era toda música, sonidos de claxon y pregones, se vestía de luto, olía a muertos, se ahogaba en la desdicha.
Puerto Príncipe se convirtió en un inmenso campo de refugiados, cada parque, cada estadio, cada espacio al aire libre se llenó de tiendas de campañas (estos eran los más afortunados), de casas armadas con nailon, zinc, algunas maderas viejas…, donde se amontonaron personas y demasiados sufrimientos también. En tanto, los hospitales guardaron las peores imágenes, esas que la prensa mostró hasta el hastío, donde el dolor se ensañó con aquellos que no perdieron la vida, pero que durante tantísimas noches pidieron que acabara para ellos el calvario.
Desde entonces han pasado seis años. Algunos que me leen podrían exclamar: “¡qué rápido, cómo pasa el tiempo!”. Sin embargo, siguen siendo decenas de miles los que el terremoto aún les signa la vida. Para ellos ha transcurrido un siglo, quizá dos, desde aquella tarde que les arrebató todo, que les mostró cuán vulnerables eran, que les puso encima los reflectores de un mundo habituado a olvidar demasiado rápido, un mundo que le prometió millones que aún siguen si llegar, ¿acaso llegarán?
Han pasado seis años, y desde este lado del Caribe, me pregunto qué fue de Munrique, el pequeño que empinaba papalotes en uno de los campos de refugiados; qué habrá sido de la vida de Mackendi, que a sus 14 años se había quedado sin familia y no quería curarse para no tener que salir del hospital donde tan bien lo cuidaban; dónde estarán Richardo, Mario y Waguener, los niños que me narraron los horrores del terremoto y me cuidaron en aquel parque de Arcahaie; ¿le habrán contado a Fidel, el bebé que nació a pocas horas de la tragedia en un hospital de campaña, que lleva ese nombre por el hombre que le dio la oportunidad de hacerse médico al muchacho, también haitiano, que lo trajo al mundo?
Han pasado seis años, y en el recuerdo de este otro martes tan diferente a aquel, me será imposible obviar a quienes se pusieron el estetoscopio al pecho cuando la nube de polvo provocada por el sismo aún no se había desvanecido. Los médicos cubanos, que no llegaron porque estaban desde hacía años, fueron los primeros en sanar. No tuvieron que preparar maletas ni subir a un avión, porque habían plantado bandera desde 1998 cuando el devastador huracán George inundó de tristezas al primer país libre de Latinoamérica.
Ellos, los olvidados de los grandes titulares, fueron el mejor alivio para Haití. Todavía resuena la frase de la doctora Yilian Jiménez, jefa de la brigada médica, cuando a pocas horas de llegar con el primer refuerzo y al teléfono con el Comandante en Jefe dijo: “la situación es difícil, pero ya hemos comenzado a salvar vidas”.
Seis años después Cuba continúa salvando en ese pedacito de tierra que solo es noticia cuando la naturaleza se enfurece allí. Mientras buena parte de la comunidad internacional ha pasado a tener “cosas mejores” en las que ocuparse, un médico cubano sigue sentado a la vera del niño que no tiene familia, un maestro nuestro continúa repitiendo un “yo sí puedo” esperanzador, un entrenador isleño colma de sueños olímpicos a sus atletas, o un joven haitiano recibe aquí su título universitario. Historias todas de larga data, que el sismo más demoledor no podrá lastimar.
*Camioneta del transporte público de Haití.
Autor: Leticia Martínez Hernández | internet@granma.cu
fuente ;granma.cu
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