Por: Werner Darío Féliz
Es sabido que la Semana Santa es una conmemoración mesiánica, en la cual es recordada la crucifixión y resurrección de Jesús. Como tal, implica espacios dedicados a perpetuar esos hechos como bases fundamentales del cristianismo. Son días acompañados de sacrificios, en los cuales los seres humanos cristianos se abstienen de consumir alimentos de origen animal, básicamente la carne y se impone la necesidad de la dedicación a la religiosidad.
Al siglo XXI y desde la década de 1960 la Semana Santa no es un momento del año utilizado exclusivamente para conmemorar el nacimiento de Jesús, sino que constituye un espacio reservado para vacacionar, principalmente por su coincidencia con la primavera y los días de asueto que la componen. No se trata de la desvirtualización de la celebración, sino que la propia evolución de la cultura particular, la transculturación y la dinámica de la vida social imponen la necesidad de aprovechar momentos determinados como espacios de catarsis, sin dejar de reconocer el elemento netamente cristiano de dicha celebración.
Como festividad cristiana, la conmemoración se imponía en todos los pueblos dominados por el cristianismo, con similitudes y características muy particulares. En el suroeste la Semana Santa se celebraba observando una serie de elementos muy propios.
Durante el siglo XIX, desde el domingo de ramos se imponía una abstracción absoluta al trabajo, se evitaba montar caballos, cocinar lo menos posible, se prohibían las ventas en el mercado, las relaciones maritales, el consumo de carnes y los comercios cerraban sus puertas. El Viernes Santo se asistía a la misa, si se impartía.
En 1882 el viajero inglés James Wells estuvo varado algunos días en Barahona, pues arribó a puerto en la Semana Santa y al principio le fue imposible alquilar un caballo y encontrar personas que le acompañaran a Neiba. Para lograrlo, hubo de firmar un documento en el que se responsabilizaba por los pecados del propietario del animal y de sus acompañantes y solo así pudo partir hacia aquel pueblo. En Neiba poco pudo hacer, pues arribó el jueves y no encontró a nadie que pudiera serle guía para cumplir con su cometido. Tuvo que quedarse allí hasta el sábado.
El viernes, en Neiba y Barahona, se celebraban misas, a la cual asistía el pueblo encabezados por las autoridades, todos vestidos con sus mejores galas, la cual se repetía el sábado, organizada para su término a las diez de la mañana.
En la Semana Santa los templos se engalanaban: eran limpiados, arreglados y preparados, así como desyerbado el pueblo, los solares y las plazas -en Barahona y Neiba, la plaza de armas y de las iglesias.
Al término de la misa del sábado se desataba la euforia popular. Wells cuenta que a las diez de la mañana de ese día el obstinado silencio del pueblo Neiba fue repentinamente roto por el bullicio de los hombres, los cuales, cargando gallos debajo del brazo se dirigían a la gallera y a otros lugares de pleitos de gallos. Todo este movimiento era acompañado de música tocada con cencerros, bailes, ron y comida, actividades que ocupaban todo el resto del día y aun el siguiente.
Con las transformaciones sociales y económicas de finales de siglo XIX y comienzos del XX, las celebraciones de Semana Santa comenzaron a cambiar. La gente dejó de observar toda la semana como el asueto propio de la conmemoración y se impuso los negocios cerraran a partir de las diez de la mañana del jueves.
Los cambios en los primeros años del siglo XX fueron profundos, al punto que los pobladores de Barahona y otros pueblos dejaron de aportar económicamente a la conmemoración, de participar en las misas y otras actividades y los comerciantes se resistían a cerrar sus negocios. De la actitud de la gente se quejaba el cura de Barahona Sans Martínez en 1907, y fue tanta su rabia que no abrió la iglesia y solo ofició misa el jueves santo, insultando allí a la gente por su falta de apoyo. Sans Martínez fue acusado de insultar al pueblo y de obligarlo a que coopere, siendo destituido por petición del ayuntamiento un año después.
Pero todo indica que la actitud de Sans Martínez no era injustificada, pues el propio ayuntamiento hubo de ordenar a la policía municipal vigilara los comerciantes, los cuales se negaban a cerrar sus negocios a las diez de la mañana, en franca oposición a la vieja costumbre social cristiana.
Durante esta etapa las innovaciones incluidas fue la celebración del jubileo el jueves santo y la procesión de la Santa Cruz por todo el pueblo el viernes, hasta terminar con fuegos artificiales en las tardes-noches. Durante esta etapa comenzó a ser conocidos una fiesta de la gente pobre de Cabral, Las Cachúas, los cuales salían disfrazados por todo el pueblo a partir de las diez de la mañana del sábado, acompañados de música de palos, balsié, mangulina, caraviné y otras, principalmente después que se quemaba el Judas, fiestas que se extendían hasta la media noche del domingo.
A partir de 1917, con el inicio de la instalación del ingenio Barahona, se introdujeron nuevas modalidades de celebraciones, al escenificarse en los bateyes las fiestas de Ga Ga, principalmente el jueves Santo, al igual que expresiones de Vudú. Estas festividades aparecieron también en las lomas de Polo y Enriquillo. Los bateyes azucareros y las zonas cafetaleras poseían una alta población de origen haitiano.
Estas modalidades de la Semana Santa continuaron durante la mayor parte del siglo, reforzándose durante la dictadura de Trujillo. Otros cambios experimentó dicha celebración en todo el país a partir de 1956. Pues por disposición papal se reconoció la equivocación de que Jesús no resucitó el sábado, sino el domingo, después de tres días de haber fallecido, de allí que las festividades se extendieron hasta las doce de la media noche del domingo, hora que marcaba el final de la misa, aquella que antiguamente se oficiaba a las diez de la mañana, y se quemaba el Judas.
Todo un programa de toda la semana acompañaba a las festividades: jubileo, procesiones, misas, bautismos y otras. Dichos programas eran publicados en los principales periódicos de las ciudades y dados a conocer por los curas en los días previos a la semana.
Es sabido que la Semana Santa es una conmemoración mesiánica, en la cual es recordada la crucifixión y resurrección de Jesús. Como tal, implica espacios dedicados a perpetuar esos hechos como bases fundamentales del cristianismo. Son días acompañados de sacrificios, en los cuales los seres humanos cristianos se abstienen de consumir alimentos de origen animal, básicamente la carne y se impone la necesidad de la dedicación a la religiosidad.
Al siglo XXI y desde la década de 1960 la Semana Santa no es un momento del año utilizado exclusivamente para conmemorar el nacimiento de Jesús, sino que constituye un espacio reservado para vacacionar, principalmente por su coincidencia con la primavera y los días de asueto que la componen. No se trata de la desvirtualización de la celebración, sino que la propia evolución de la cultura particular, la transculturación y la dinámica de la vida social imponen la necesidad de aprovechar momentos determinados como espacios de catarsis, sin dejar de reconocer el elemento netamente cristiano de dicha celebración.
Como festividad cristiana, la conmemoración se imponía en todos los pueblos dominados por el cristianismo, con similitudes y características muy particulares. En el suroeste la Semana Santa se celebraba observando una serie de elementos muy propios.
Durante el siglo XIX, desde el domingo de ramos se imponía una abstracción absoluta al trabajo, se evitaba montar caballos, cocinar lo menos posible, se prohibían las ventas en el mercado, las relaciones maritales, el consumo de carnes y los comercios cerraban sus puertas. El Viernes Santo se asistía a la misa, si se impartía.
En 1882 el viajero inglés James Wells estuvo varado algunos días en Barahona, pues arribó a puerto en la Semana Santa y al principio le fue imposible alquilar un caballo y encontrar personas que le acompañaran a Neiba. Para lograrlo, hubo de firmar un documento en el que se responsabilizaba por los pecados del propietario del animal y de sus acompañantes y solo así pudo partir hacia aquel pueblo. En Neiba poco pudo hacer, pues arribó el jueves y no encontró a nadie que pudiera serle guía para cumplir con su cometido. Tuvo que quedarse allí hasta el sábado.
El viernes, en Neiba y Barahona, se celebraban misas, a la cual asistía el pueblo encabezados por las autoridades, todos vestidos con sus mejores galas, la cual se repetía el sábado, organizada para su término a las diez de la mañana.
En la Semana Santa los templos se engalanaban: eran limpiados, arreglados y preparados, así como desyerbado el pueblo, los solares y las plazas -en Barahona y Neiba, la plaza de armas y de las iglesias.
Al término de la misa del sábado se desataba la euforia popular. Wells cuenta que a las diez de la mañana de ese día el obstinado silencio del pueblo Neiba fue repentinamente roto por el bullicio de los hombres, los cuales, cargando gallos debajo del brazo se dirigían a la gallera y a otros lugares de pleitos de gallos. Todo este movimiento era acompañado de música tocada con cencerros, bailes, ron y comida, actividades que ocupaban todo el resto del día y aun el siguiente.
Con las transformaciones sociales y económicas de finales de siglo XIX y comienzos del XX, las celebraciones de Semana Santa comenzaron a cambiar. La gente dejó de observar toda la semana como el asueto propio de la conmemoración y se impuso los negocios cerraran a partir de las diez de la mañana del jueves.
Los cambios en los primeros años del siglo XX fueron profundos, al punto que los pobladores de Barahona y otros pueblos dejaron de aportar económicamente a la conmemoración, de participar en las misas y otras actividades y los comerciantes se resistían a cerrar sus negocios. De la actitud de la gente se quejaba el cura de Barahona Sans Martínez en 1907, y fue tanta su rabia que no abrió la iglesia y solo ofició misa el jueves santo, insultando allí a la gente por su falta de apoyo. Sans Martínez fue acusado de insultar al pueblo y de obligarlo a que coopere, siendo destituido por petición del ayuntamiento un año después.
Pero todo indica que la actitud de Sans Martínez no era injustificada, pues el propio ayuntamiento hubo de ordenar a la policía municipal vigilara los comerciantes, los cuales se negaban a cerrar sus negocios a las diez de la mañana, en franca oposición a la vieja costumbre social cristiana.
Durante esta etapa las innovaciones incluidas fue la celebración del jubileo el jueves santo y la procesión de la Santa Cruz por todo el pueblo el viernes, hasta terminar con fuegos artificiales en las tardes-noches. Durante esta etapa comenzó a ser conocidos una fiesta de la gente pobre de Cabral, Las Cachúas, los cuales salían disfrazados por todo el pueblo a partir de las diez de la mañana del sábado, acompañados de música de palos, balsié, mangulina, caraviné y otras, principalmente después que se quemaba el Judas, fiestas que se extendían hasta la media noche del domingo.
A partir de 1917, con el inicio de la instalación del ingenio Barahona, se introdujeron nuevas modalidades de celebraciones, al escenificarse en los bateyes las fiestas de Ga Ga, principalmente el jueves Santo, al igual que expresiones de Vudú. Estas festividades aparecieron también en las lomas de Polo y Enriquillo. Los bateyes azucareros y las zonas cafetaleras poseían una alta población de origen haitiano.
Estas modalidades de la Semana Santa continuaron durante la mayor parte del siglo, reforzándose durante la dictadura de Trujillo. Otros cambios experimentó dicha celebración en todo el país a partir de 1956. Pues por disposición papal se reconoció la equivocación de que Jesús no resucitó el sábado, sino el domingo, después de tres días de haber fallecido, de allí que las festividades se extendieron hasta las doce de la media noche del domingo, hora que marcaba el final de la misa, aquella que antiguamente se oficiaba a las diez de la mañana, y se quemaba el Judas.
Todo un programa de toda la semana acompañaba a las festividades: jubileo, procesiones, misas, bautismos y otras. Dichos programas eran publicados en los principales periódicos de las ciudades y dados a conocer por los curas en los días previos a la semana.
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