Por: Manel Gozalbo.
Quieren convertir a una banda de desharrapados montados en un Toyota en una institución respetable -Consejo Nacional para la Transición-, militarmente solvente, que les ahorre poner las botas en el terreno. Quieren que no carezca de fondos para corregir la política tribal de Gadafi. Que compre lealtades de indecisos -las dos mayores tribus occidentales no se han pronunciado todavía ni a favor ni en contra del régimen-, que recompense a los que cambian de bando, que estabilice a corto plazo lo que se ha desestabilizado y que enderece a medio y largo plazo la por otra parte previsible catástrofe social que tendrá lugar en las próximas semanas’.
La particularidad más notable de la guerra en Libia es que apenas conocemos a quienes se oponen a Gadafi y que la prensa, invariablemente, ha definido como nuestro bando amigo. Ello se debe en parte a que hasta hace unos días carecían de una identidad digamos corporativa: no eran más que grupos diversos y dispersos con la única vinculación entre sí de oponerse con violencia al régimen libio.
Durante semanas han sido la viva imagen del refrán de las aguas revueltas y la ganancia de pescadores. Ni siquiera cuando han empezado a coordinarse a nivel mediático —con portavoces y figuras reconocibles— han superado tal fragilidad en el campo de batalla, donde siguen siendo cuatro tíos subidos a un Toyota pickup en el que han montado una ametralladora, y que no tienen posibilidad ninguna, por tanto, de vencer al ejército mixto —profesionales más mercenarios, más y mejor material de combate— de Gadafi. Si la guerra se prolonga, y tiene toda la pinta, lo probable es que esa identidad común sobrevenida se desvanezca y cada cual regrese a su filiación primaria, sea esta la de una mera banda de saqueadores, la de una mezquita o la de una tribu.
El suyo es un caso patente de identity in the making —convertirse en algo o alguien sobre la marcha—, un proceso que ha sido posible solo gracias al apoyo militar internacional, que les ha dado legitimidad moral, legitimidad política —Francia, Portugal y la Liga Árabe les han reconocido oficialmente— y tiempo para organizarse bajo el paraguas de los cazabombarderos y Tomahawks. Pero ni así las tienen todas consigo, y esa es otra poderosa razón por la cual resultan tan misteriosos. Solo conocemos a unos pocos, a quienes ya se lo habían jugado todo: figuras señeras de la oposición, exiliados ilustres, desertores célebres. Los demás, la gran mayoría, siguen prefiriendo ocultar sus identidades por temor a represalias de la Jamahiriyya contra sus familiares o subgrupos tribales (hay unos 140 en Libia), y en último término contra ellos mismos si la aventura descarrila.
No es que semejante incertidumbre no tenga precedentes en Libia, o que el secretismo resulte inusual. En realidad, ambos factores —incertidumbre y secretismo— forman parte del ADN del régimen personalista de Gadafi y se ha convertido en rutina para todos. Típico de un estado policial y con notable inseguridad jurídica, por otra parte. Hace dos años le pasé por correo a un amigo un fragmento de un artículo que juzgo más elocuente que extenderme ahora al respecto:
Recuerdo, en una visita a Libia en el [año] 2002, que funcionarios y figuras académicas –personas que no nos obsequiaban con largas disquisiciones sobre el Libro Verde- decían en tono incómodo y reservado que su país experimentaba “problemas de gestión”, una alusión indirecta al estilo de Gadafi. Mientras buena parte de la élite veterana era de formación occidental (un profesor me preguntó en un aparte con nostalgia por un pub de Durham) y veía habitualmente la televisión italiana, era evidente que la población estaba harta, aunque resignada. Durante esta visita advertí la caótica gestión de los asuntos públicos del país. Se anunció, por ejemplo, la celebración de una reunión ministerial en un domingo determinado –en realidad, una reunión del Gobierno-; sin embargo, y dado que Libia oficialmente no tiene capital, nadie sabía dónde se celebraría, de modo que los altos funcionarios y sus colaboradores se desplazaban por el desierto de un lado para otro intentando averiguar dónde se suponía debían reunirse.
Estamos, pues, en el filo de la navaja. Todos. Ellos y nosotros. A ellos les toca la navaja de la vida y la muerte y a nosotros la navaja de la ignorancia y el error. Y al decir nosotros no me refiero a los cuatro plumillas que hayamos manifestado escepticismo: nosotros incluye a los líderes de los países que actualmente están bombardeando Libia. Tampoco saben por dónde saldrá el sol mañana. Nicolas Sarkozy en público o Hillary Clinton en secreto solo han hablado con los portavoces, y como es natural han recibido de ellos toda clase de plácemes, seguidismos y seguridades. El 15 de marzo, uno de ellos, desde Bengasi, leía una declaración según la cual “el objetivo último de la revolución es la construcción de un estado democrático dirigido por civiles, basado en el imperio de la ley, respeto de los derechos humanos, [...] iguales derechos y obligaciones para todos los ciudadanos, [...] e igualdad entre hombres y mujeres”.
Pero, al cabo, ignoramos si el discurso moderado y prodemocracia que difunden incansablemente estos portavoces representa a alguien más que a estos portavoces, e ignoramos -nosotros, Sarkozy y Clinton- si cuando la niebla escampe los rebeldes no se pasarán entre ellos a cuchillo por mor de rivalidades tribales. Algunos han avisado de lo ocurrido en Irán en 1979: aquella revolución no la iniciaron los islamistas, pero fueron quienes finalmente se hicieron con el país.
A decir verdad, sin embargo, en Libia no es tan grande el peligro islamista como el peligro somalí. Sí, hay islamistas en Libia. Y hasta hace unos años hasta tenían delegación oficial de Al Qaida, que fue barrida del mapa. Y la zona oriental donde se han iniciado las revueltas, la Cirenaica, es la más proclive al islamismo político y al yijadismo (sin exagerar), en parte por su relación parental con tribus al otro lado de la frontera. Y presos islamistas amnistiados hace unos meses han formado parte de alguno de los núcleos iniciales de las revueltas. Todo eso es cierto. Pero, eliminado Gadafi, la expansión de los islamistas al resto del país tendría que pasar por encima del cadáver tribal, y si en Somalia no han podido menos podrían en Libia.
A falta de una verdadera conciencia nacional, que no existe porque el Líder de la Revolución ha hecho todo lo posible para que no exista, lo único que tienen y mantienen los libios es la conciencia tribal. Esa es la que ha manejado durante cuatro décadas Gadafi, beneficiando a unas tribus, humillando a otras, regándolas con armas y dinero o privándolas de armas y dinero, redistribuyendo tierras, dando y quitando privilegios, dándoles lugares políticos de privilegio o no, propiciando alianzas y rompiéndolas, intrigando siempre o reaccionando ante intrigas ajenas. Ahora mismo, el apoyo sin fisuras que ciertas tribus menores: Gaddafa, Mugarja, Warfala, dan al dictador se debe a su posición inusualmente empoderada; saben que la caída de Gadafi será la suya también, y por eso le apoyan a muerte. En cuanto el régimen se desplome serán aplastadas por las tribus mayores hasta un tamaño no mayor que un granito de arena.
De postre, la riqueza petrolífera del país no ha servido para la creación de una clase media intertribal, sino solo de una clase burocrática fuertemente ideologizada surgida -ayudada a surgir- de las tribus más débiles; su papel no es muy distinto del de los comisarios políticos, pero además controlan el papeleo. Las tribus potentes y sus confederaciones han sido orilladas en la gestión y reparto de beneficios de la principal industria del país, ya que la política socialista de comités populares impulsada por el dictador llegaba justo hasta la puerta en cuyo rótulo se lee: Industria del Petróleo, pero no más allá. Detrás de esa puerta no servían comités populares ni jeques ni tribus, sino solo Gadafi y su círculo más próximo. Lo mismo que con el ejército, también exento de excentricidades. La porra y el dinero han estado personalmente en manos del dictador. Y, curándose en salud, la porra, en sí escuchimizada para no facilitar golpes de Estado, siempre ha sido reforzada por mercenarios que solo obedecen las órdenes del dinero.
En ese frágil contexto social, el islamismo tiene relativa importancia. Desde siempre, la concepción del islam en Libia ha sido laxa, sujeta a las variedades locales, no muy afín al wahhabismo intolerante de Arabia Saudí y menos todavía a su yihadismo derivado. Históricamente, el islam penetró en las tribus bereberes y tuaregs del oeste del país y en las árabes del este vía predicadores sufíes, mucho más heterodoxos que cualquier clero establecido. En el s. XIX, la orden sanusi —la enésima llamada a que los musulmanes recuperaran la pureza de the old time religion—, ganó terreno en Libia y Sudán, pero mientras en Sudán dio pasó a ocasionales guerras santas contra el infiel —mayormente el franchute—, en Libia prevaleció el espíritu original del fundador de la orden en lo que a rechazo frontal al fanatismo se refiere. En términos generales, la sanusi es otra variedad mestiza de islam, una a mitad camino entre el sufismo y la ortodoxia, que por un lado no condona ceremonias ni comportamientos extravagantes ni por el otro exige los rigores de una interpretación literal de los textos sagrados, y actualmente es la mayoritaria en Libia.
La laxitud religiosa no cambió con los otomanos ni ha cambiado con Gadafi. Entonces y ahora, si uno quiere la colaboración de una tribu debe tolerar sus costumbres, sus ritos, su manera tribal de interpretar la fe según Sanusi. El dictador, en todo caso, ha fortalecido dicha situación dada: su guerra contra Al Qaida ha sido brutal, igual que su tolerancia hacia el pastiche islámico del país. Por eso ahora, en tiempos de tribulación, amenaza con hacer lo contrario: pactar con el yihadismo y ancho es el Mediterráneo, from Gibraltar and Istambul to the shores of Tripoli, remedando la canción. Las actividades terroristas, aunque de otro signo, no le son desconocidas al que se viste con cortinas. Recientemente escribí sobre un episodio en concreto, pero hay muchos más. La amenaza, por decirlo en jerga política, es creíble, así que la coalición aliada, pese a todas las dudas que viene proclamando, pese a todos sus decires y desdecires, sabe que a medio plazo un Gadafi vivo es un Gadafi peligroso, y por tanto tiene que pasar a mejor vida. No vale un retiro dorado en Venezuela, tumbado en la hamaca sorbiendo su piña colada; si alguien quiere contactar con él, mejor que demuestre cierta pericia con tableros ouija.
Y ahí comienza el verdadero riesgo, el que he llamado somalí. Con Gadafi fuera de circulación, el horizonte a temer es que Libia degenere hasta otro estado fallido sin mayor ley que los códigos tribales, lo que en términos occidentales significa anarquía. Las tribus tratarán de imponerse unas a otras, surgirán nuevas alianzas y se romperán pactos. Porque sí, porque va en la naturaleza de las tribus y porque, a diferencia de Somalia, en Libia la codicia tiene la recompensa a la vista, vulgo petróleo. En tales condiciones, el islamismo es el menor de los problemas. El mayor es la colección de traficantes, piratas, contrabandistas y malasombras de toda laya y procedencia que abrirían tienda en la zona. El mare nostrum pasaría a ser el caos nostrum. ¿Puede una no fly zone, todo lo tramposa que se quiera, impedir que las cosas lleguen hasta ahí o, en cambio, es un factor que acelerará su advenimiento? ¿No son conscientes los líderes de la coalición -excluyo por tanto a José Luis Rodríguez Zapatero, que nunca es consciente de nada- que va a ser necesario terminar en tierra el trabajo empezado en aire y mar?
Hay indicios de que sí son conscientes. Igual que están al tanto de que muchas de las figuras que encabezan el bando rebelde pertenecen a la confederación de tribus leales al depuesto rey Idris I, la harabi, de obediencia sanusi, confederación a la que Gadafi ha boicoteado de todas las maneras posibles. Por eso, al margen de los ataques contra la infraestructura aeroportuaria libia y del desmantelamiento de las estructuras de mando de su ejército, los aliados están también financiando a los rebeldes. No es que necesiten fondos para el día a día: cuentan con las reservas que había en la sede del Banco Central Libio en Bengasi y con las de otros bancos que han sido civilmente expoliados allá por donde han pasado. Con ese capital inicial han establecido un nuevo Banco Central de Bengasi —físicamente el mismo edificio— que es la nueva autoridad monetaria en su Libia, y han fundado también una nueva empresa nacional de hidrocarburos desde la que gestionar su petróleo.
Forma parte todo ello de la consolidación del gobierno fantasma a que dio lugar el reconocimiento diplomático de Francia. Ya que nos reconocen como gobierno, hagamos lo que hacen los gobiernos. Ya tienen también ministro de economía, Ali Tarhouni, profesor de Economía de la Universidad de Washington, exiliado a Estados Unidos en 1973, cuando tenía 22 años, tras ser encarcelado por actividades contrarrevolucionarias. Y que, por cierto, técnicamente hablando ni siquiera es libio: en 1978 fue juzgado in absentia y el régimen le despojó de la nacionalidad y le sentenció a muerte. Gadafi, posteriormente, no fue capaz de comprar su silencio. En cuanto a sus ideas políticas y su comprensión de la jugada, son admirables y todo lo proféticas que puede permitirse un exiliado.
No, cuando digo que los aliados les financian no hablo de estos saqueos en nombre de la revolución. Me refiero a que se les ha ofrecido a los rebeldes crédito bancario contra los fondos congelados de Libia en distintos países -¡qué oficialmente ni siquiera les han reconocido todavía como gobierno legítimo de Libia!-, y en el colmo de la genereosidad el Gobierno británico está dispuesto a entregarles 1.400 millones de dinares -unos 1.300 millones de euros- en papel moneda impreso en el Reino Unido para el Gobierno de Gadafi y que, ante la situación, quedaron retenidos en Londres. Lo siguiente que dice el nuevo ministro de Economía en súbitas funciones de ministro de la Guerra es decir: “Necesitamos armas. Pagamos bien”. No sería de extrañar que de Londres solo les llegara calderilla. El resto, en especie.
Por debajo del ruido bélico, pues, los gobiernos de la coalición están trabajando para que la situación no se les vaya de las manos. Quieren convertir a una banda de desharrapados montados en un Toyota en una institución respetable -Consejo Nacional para la Transición-, militarmente solvente, que les ahorre poner las botas en el terreno. Quieren que no carezca de fondos para corregir la política tribal de Gadafi. Que compre lealtades de indecisos -las dos mayores tribus occidentales no se han pronunciado todavía ni a favor ni en contra del régimen-, que recompense a los que cambian de bando, que estabilice a corto plazo lo que se ha desestabilizado y que enderece a medio y largo plazo la por otra parte previsible catástrofe social que tendrá lugar en las próximas semanas. Quieren que lleve la voz cantante para evitar la inevitable impresión, entre los musulmanes, de que lo de Libia solo es “otra agresión de los cruzados contra el islam”. Cuando el humo de la pólvora se disipe, y solo entonces, sabremos de verdad quiénes son los rebeldes libios. Pero la apuesta, hasta ese momento, es a ciegas.
Manel Gozalbo es director de Hispalibertas
No hay comentarios:
Publicar un comentario